François Mauriac
Esa burla de la suerte, el horror de haberse vendido por una vanidad de la cual le hurtaban hasta la misma sombra, ocupaba su espíritu por la noche y la tenía despierta hasta el alba. Aunque se distrajese con historias o con imaginaciones a veces obscenas, el fondo de su pensamiento permanecía inmutable: se debatía, toda la noche, entre las tinieblas de una fosa en la que ella misma se había precipitado y de donde sabía que no volvería a subir. Siempre la misma noche, cualquiera fuese la estación; en los viejos álamos carolinos, cerca de su ventana, las lechuzas otoñales aullaban a la luna como perros, mil veces menos odiosas que los implacables ruiseñores de la primavera. Ese mismo furor de haber sido engañada la acogía al despertar, sobre todo en invierno, a la hora en que Fräulein descorría brutalmente las cortinas. Paule, al emerger de las tinieblas, veía, a través del vidrio, árboles fantasmagóricos que agitaban en la niebla sus miembros negros bajo harapos de hojas.
Aun así, esas mañanas, cuando en el calor del lecho desierto estaba como embotada, eran lo mejor del día. El pequeño Guillaume se olvidaba voluntariamente de venir a besarla.
Con frecuencia, Paule oía que la anciana baronesa, detrás de la puerta, a media voz, urgía al niño a ir junto a su madre. Por más que detestara a su nuera, no transigía en cuanto a principios. Entonces, Guillaume se deslizaba en el dormitorio y desde el umbral observaba, en las almohadas, esa cabeza temible, esos cabellos estirados sobre las sienes que descubrían una frente estrecha, mal delineada, esa mejilla amarilla (y el lunar entre una pelusa negra) sobre la cual apoyaba ligeramente los labios...
Fragmento de la narración El mico , de François Mauriac , fallecido el 1 de septiembre de 1970.
Aun así, esas mañanas, cuando en el calor del lecho desierto estaba como embotada, eran lo mejor del día. El pequeño Guillaume se olvidaba voluntariamente de venir a besarla.
Con frecuencia, Paule oía que la anciana baronesa, detrás de la puerta, a media voz, urgía al niño a ir junto a su madre. Por más que detestara a su nuera, no transigía en cuanto a principios. Entonces, Guillaume se deslizaba en el dormitorio y desde el umbral observaba, en las almohadas, esa cabeza temible, esos cabellos estirados sobre las sienes que descubrían una frente estrecha, mal delineada, esa mejilla amarilla (y el lunar entre una pelusa negra) sobre la cual apoyaba ligeramente los labios...
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