Claude Simon
y más tarde, cuando Louise recordará ese tiempo —los diez días que transcurrieron en esa tibia agonía del verano moribundo—, no le parecerá un pedazo de tiempo preciso, medible y limitado, sino que tendrá la apariencia de un período vago, cortado, compuesto por una sucesión, una alternancia de agujeros, de sombra y claros: la habitación cerrada , la deslumbrante luz del exterior, la exuberante y loca vegetación de septiembre, la penumbra, el rostro momificado, la gloria, la paz de los días crepusculares—, viéndose, pudiendo ver el traje claro corriendo en la pantalla de la memoria, la mancha luminosa perseguida por el haz del proyector bajando la verde colina, o tal vez sin correr, caminando con paso igual, por lo menos hasta el límite de los castaños con hojas ya amarillentas, bordeadas, atacadas por un borde marrón que empezaba a arrugarlas, y, en cuanto no podían verla ya, corriendo entonces, huyendo a través del ensordecedor concierto de los gorriones, no yendo hacia nada, puesto que no era aún la hora, sino huyendo del sonido, el estertor, las forjas de Vulcano soplando, el ruido de la fragua, el corazón saltando enloquecido por la carrera, las pulsaciones aceleradas de la sangre, latiendo con golpes violentos, sus senos subiendo y bajando, mientras ella se mantenía inmóvil, fuera ya, habiendo escapado al estertor, luchando, la cólera, la rebelión, luchando contra el amargo sabor de las lágrimas, repitiendo, No no, repitiendo, Ella no es nada mío ella no puede ella no tiene derecho, frente a frente con el gato agazapado, aplastado en lo alto del muro desmoronado, la brecha fácil de franquear por la que ella puede ver la curva de la carretera, todavía desierta, la mirada acerada y amarilla fija en ella, aferrada a ella, clavándose en ella como unas uñas, parecidos los dos a unos ladrones sorprendidos, espiándose, culpables, las pupilas alerta tras la estrecha ranura de los párpados, entre las zarzas entrelazadas, los millares de hojitas oscilando indiferentes y sin tregua, las ramas suavemente balanceadas, las nubes indiferentes, el zumbar continuado de los insectos que giraban indiferentes, los tallos entrelazados de los girasoles silvestres, la hierba silvestre, las lenguas de las hierbas lamiéndole las piernas desnudas, y al final el gato dando media vuelta, sin transición, girando bruscamente la cabeza, dejando de mirarla, negándola, borrándola, suprimiéndola, no sólo de su conciencia, sino del mundo, desinteresándose de ella como si ella hubiera perdido de pronto toda existencia...
Fragmento de la novela La hierba , de Claude Simon , fallecido el 6 de julio de 2005.
Fragmento de la novela La hierba , de Claude Simon , fallecido el 6 de julio de 2005.
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