Louis-Ferdinand Céline
Todo son esfuerzos para alejar de aquellos lugares la verdad, que no cesa de volver a llorar sobre todo el mundo; por mucho que se haga, por mucho que se beba, aunque sea vino tinto, espeso como la tinta, el cielo sigue siendo igual allí, cerrado, como una gran charca para los humos del suburbio.
En tierra, el barro se agarra al cansancio y los flancos de la existencia están cerrados también, bien cercados por inmuebles y más fábricas. Son ya féretros las paredes por ese lado. Como Lola se había ido para siempre y Musyne también, ya no me quedaba nadie. Por eso había acabado escribiendo a mi madre, por ver a alguien. A los veinte años ya sólo tenía pasado. Recorrimos juntos, mi madre y yo, calles y calles dominicales. Ella me contaba las insignificancias relativas a su comercio, lo que decían de la guerra a su alrededor, en la ciudad, que era triste, la guerra, «espantosa» incluso, pero que con mucho valor acabaríamos saliendo todos de ella, los caídos para ella no eran sino accidentes, como en las carreras; si se agarraran bien, no se caerían. Por lo que a ella respectaba, no veía en la guerra sino una gran pesadumbre nueva que intentaba no agitar demasiado; parecía que le diera miedo aquella pesadumbre; estaba repleta de cosas temibles que no comprendía. En el fondo, creía que los humildes como ella estaban hechos para sufrir por todo, que ésa era su misión en la Tierra, y que, si las cosas iban tan mal recientemente, debía de deberse también, en gran parte, a las muchas faltas acumuladas que habían cometido, los humildes... Debían de haber hecho tonterías, sin darse cuenta, por supuesto, pero el caso es que eran culpables y ya era mucha bondad que se les diera así, sufriendo, la ocasión de expiar sus indignidades... Era una «intocable», mi madre.
Ese optimismo resignado y trágico le servía de fe y constituía el fondo de su temperamento.
Seguíamos los dos, bajo la lluvia, por las calles sin edificar; por allí las aceras se hunden y desaparecen, los pequeños fresnos que las bordean conservan mucho tiempo las gotas en las ramas, en invierno, trémulas al viento, humilde hechizo. El camino del hospital pasaba por delante de numerosos hoteles recientes, algunos tenían nombre, otros ni siquiera se habían tomado esa molestia. «Habitaciones por semanas», decían, simplemente. La guerra los había vaciado, brutal, de su contenido de obreros y peones. No iban a volver ni siquiera para morir, los inquilinos. También es un trabajo morir, pero lo harían fuera.
Fragmento de Viaje al fin de la noche , de Louis-Ferdinand Céline , fallecido el 1 de julio de 1961.
En tierra, el barro se agarra al cansancio y los flancos de la existencia están cerrados también, bien cercados por inmuebles y más fábricas. Son ya féretros las paredes por ese lado. Como Lola se había ido para siempre y Musyne también, ya no me quedaba nadie. Por eso había acabado escribiendo a mi madre, por ver a alguien. A los veinte años ya sólo tenía pasado. Recorrimos juntos, mi madre y yo, calles y calles dominicales. Ella me contaba las insignificancias relativas a su comercio, lo que decían de la guerra a su alrededor, en la ciudad, que era triste, la guerra, «espantosa» incluso, pero que con mucho valor acabaríamos saliendo todos de ella, los caídos para ella no eran sino accidentes, como en las carreras; si se agarraran bien, no se caerían. Por lo que a ella respectaba, no veía en la guerra sino una gran pesadumbre nueva que intentaba no agitar demasiado; parecía que le diera miedo aquella pesadumbre; estaba repleta de cosas temibles que no comprendía. En el fondo, creía que los humildes como ella estaban hechos para sufrir por todo, que ésa era su misión en la Tierra, y que, si las cosas iban tan mal recientemente, debía de deberse también, en gran parte, a las muchas faltas acumuladas que habían cometido, los humildes... Debían de haber hecho tonterías, sin darse cuenta, por supuesto, pero el caso es que eran culpables y ya era mucha bondad que se les diera así, sufriendo, la ocasión de expiar sus indignidades... Era una «intocable», mi madre.
Ese optimismo resignado y trágico le servía de fe y constituía el fondo de su temperamento.
Seguíamos los dos, bajo la lluvia, por las calles sin edificar; por allí las aceras se hunden y desaparecen, los pequeños fresnos que las bordean conservan mucho tiempo las gotas en las ramas, en invierno, trémulas al viento, humilde hechizo. El camino del hospital pasaba por delante de numerosos hoteles recientes, algunos tenían nombre, otros ni siquiera se habían tomado esa molestia. «Habitaciones por semanas», decían, simplemente. La guerra los había vaciado, brutal, de su contenido de obreros y peones. No iban a volver ni siquiera para morir, los inquilinos. También es un trabajo morir, pero lo harían fuera.
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