Rudyard Kipling
Rudyard Kipling , nacido en Bombay (India) el 30 de diciembre de 1865, es conocido, sobre todo, por The Jungle Book, novela que ha sido llevada al cine en varias ocasiones y con desigual fortuna; pero en su vasta y variopinta producción literaria también hubo lugar para historias que dejan un poso de intranquilidad en quien las lee. Este es el inicio de una de ellas, quizá la más inquietante.
Ellos
Un paisaje me llevaba a otro; la cima de una colina, a otra cercana, en la mitad del condado, y ya que mi respuesta no podía ser más que la de mover una palanca, dejé que el condado fluyera bajo mis ruedas. Las llanuras salpicadas de orquídeas, en el este, dejaron paso al tomillo, a los acebos y a las hierbas grisaceas de los montes Downs; todo eso, a su vez cedió su lugar a los trigales feraces y a las higueras de la costa baja, donde se lleva el latido de la marea a la izquierda, a lo largo de quince millas de llano, y cuando por fin giré tierra adentro, a través de un racimo de colinas redondeadas y de bosques, me había liberado a mí mismo de mis fronteras conocidas. Más allá de la mismísima aldea que se eleva como madrina de la capital de los Estados Unidos, encontré villorrios escondidos donde las abejas, las únicas cosas despiertas, zumbaban en tilos de ochenta pies de altura que sombreaban grises iglesias normandas; arroyuelos milagrosos corrían bajo puentes de piedra construidos para soportar un tránsito más pesado que el que alguna vez volvería a hollarlos; graneros para almacenar los diezmos más grandes que las iglesias, surgían junto a una vieja herrería que proclamaba a gritos haber sido una vez la sala de reuniones de los Caballeros del Temple. Encontré gitanos en una propiedad común donde la aulaga, el helecho y el brezo decidían su predominio en una batalla de más de una milla romana de carretera; y algo más allá molesté a un zorro rojo que avanzaba con aires de perro bajo la luz desnuda del sol.
Ellos
Un paisaje me llevaba a otro; la cima de una colina, a otra cercana, en la mitad del condado, y ya que mi respuesta no podía ser más que la de mover una palanca, dejé que el condado fluyera bajo mis ruedas. Las llanuras salpicadas de orquídeas, en el este, dejaron paso al tomillo, a los acebos y a las hierbas grisaceas de los montes Downs; todo eso, a su vez cedió su lugar a los trigales feraces y a las higueras de la costa baja, donde se lleva el latido de la marea a la izquierda, a lo largo de quince millas de llano, y cuando por fin giré tierra adentro, a través de un racimo de colinas redondeadas y de bosques, me había liberado a mí mismo de mis fronteras conocidas. Más allá de la mismísima aldea que se eleva como madrina de la capital de los Estados Unidos, encontré villorrios escondidos donde las abejas, las únicas cosas despiertas, zumbaban en tilos de ochenta pies de altura que sombreaban grises iglesias normandas; arroyuelos milagrosos corrían bajo puentes de piedra construidos para soportar un tránsito más pesado que el que alguna vez volvería a hollarlos; graneros para almacenar los diezmos más grandes que las iglesias, surgían junto a una vieja herrería que proclamaba a gritos haber sido una vez la sala de reuniones de los Caballeros del Temple. Encontré gitanos en una propiedad común donde la aulaga, el helecho y el brezo decidían su predominio en una batalla de más de una milla romana de carretera; y algo más allá molesté a un zorro rojo que avanzaba con aires de perro bajo la luz desnuda del sol.
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