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Notre-Dame de París

Notre-Dame de París Cuando, después de haber subido a tientas durante mucho tiempo por la tenebrosa espiral que atraviesa perpendicularmente la espesa muralla de campanarios, se desembocaba por fin en una de las dos plataformas inundadas de luz y de aire, el cuadro que por todas partes se extendía bajo los ojos era bellísimo: un espectáculo sui generis del que sólo pueden hacerse una idea aquellos lectores que hayan tenido la fortuna de ver una villa gótica entera, completa, homogénea como todavía existen algunas en Nuremberg, en Baviera, Vitoria, en España, o incluso algunas muestras más reducidas, siempre que estén bien conservadas, como Vitré en Bretaña o Nordhausen en Prusia.
Aquel París de hace trescientos cincuenta años, el París del siglo XV, era ya una ciudad gigante. Generalmente, los parisinos nos equivocamos con frecuencia acerca del terreno que desde entonces creemos haber ganado. París, desde Luis XI, apenas si ha crecido un poco más de una tercera parte; claro que también ha perdido en belleza lo que ha ganado en amplitud. París nació, como se sabe, en esa vieja isla de la Cité, que tiene forma de cuna, siendo sus orillas su primera muralla y el Sena su primer foso.


Fragmento de la obra Notre-Dame de París, original de Victor Hugo, nacido en Besançon el 26 de febrero de 1802.

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